La opacidad del vidrio

Estoy sentado en el sofá de casa de Dimitris, un buen amigo de unos vecinos de mis padres. Es un tío excéntrico, y habla muy lento, es la tranquilidad en persona. No es que pronuncie lentamente, pero separa sus frases con silencios eternos que transforman cada comentario en un momento diferente. Aun así, solo dice lo esencial, sobretodo hace preguntas y escucha con mucha atención, con la mirada fija y echado hacia adelante. Vive en un pequeño apartamento en el barrio de Exarcheia. Entre algo de polvo y desorden no para de fumar cigarros de drum sin filtro y tomar café. No entiendo muy bien a qué se dedica, pero creo que es un buen fichaje porque conoce bien esta ciudad. Supongo que saldrá mas seguido en mis historias.

Hace un rato se ha tenido que ir y me ha dejado aquí con una llave de repuesto para que pueda entrar y salir. Hemos quedado que por la noche intentará traer algo de cannabis y seguiremos hablando. Ahora quería explicar una cosa que me pasó en Barcelona antes de venir a Atenas. Supongo que a nadie le extrañará que el ánimo cambie como el viento. Ese día había dejado de flotar, o tal vez fue solamente mientras me pasó lo que quería decir.

Antes dejadme que haga un escueto paréntesis. Este es el segundo texto que escribo y ya me da la sensación ilusa de que este blog tiene algún poder mediático. No me gustaría utilizarlo parapara hacer ningún tipo de propagandismo moralista, aunque a veces sienta la tentación. Si tal vez, como creo que pasará ahora, diese esta sensación, espero que no se me malinterprete. Mi fin no es más que el de dilucidar inquietudes que siento y si estas son superfluas que así sean. Una especie de diálogo conmigo mismo que deje traza, aunque a veces uno mismo pueda ser un borrego.

Bien, cierro este desagradable paréntesis. El otro mediodía estaba en el patio del CCCB esperando a Maria para ir a ver una nueva exposición. Me senté en el banco de marmol que hay en una esquina y mientras aguardaba me fijé en dos jóvenes tailandeses que ensayaban unos pasos de pop. Bailaban reflejados en el muro de vidrio del patio. Estuve un rato ensimismado con sus movimientos hasta que recordé un ensayo de crítica de arquitectura que había leído hacia poco, Los ojos de la piel, de Pallasmaa. Lo tenia bastante presente y pensé en una de las ideas que argumentaba. Sobre como los edificios modernos entran en contacto con la ciudad de una manera insensible. Hablaba de esta arquitectura del vidrio, que pretendiendo crear una transparencia, acaba creando un espejo impenetrable por la mirada o por el cuerpo.

Vislumbré entonces algo más que una escena inocente de dos jóvenes amateurs. Me pareció percibir una tensión entre dos realidades. La de dentro del centro cultural, intelectual y elevada, y la de fuera, popular y viva. Ambas generando dos identidades que se ignoran. La cultura de las élites, simbolizada en una arquitectura institucional y dura, confrontada con la cultura popular, empoderada del espacio público.

Entonces, por un momento, percibí una violencia terrible, una barrera social infranqueable, una distancia abismal generada por unos milímetros de vidrio. Era una línea tan fina e imperceptible como la de un reflejo, que solo le deja verse a uno mismo terminando por ensimismarle con su propia imagen.

Esta sensación me recorrió la espalda como un escalofrío y al irse recordé que este edificio solía ser un convento de monjas. No estoy seguro de si este patio lo era, pero los conventos suelen tener claustros. Un jardín cuadrado con un porche perimetral, el deambulatorio. Un umbral de circulación pero también de encuentro, y por lo tanto, de diálogo. Qué bonito seria que mientras la comisaria de la exposición saliese a fumar, pudiese intercambiar unas ideas con un grupo de jóvenes del barrio. Claro que si así fuera ese espacio, los alegres bailarines, faltos de su reflejo, no estarían allí.




Una dia caluroso en medio del patio del CCCB, Barcelona

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