Calar y rodear
He aborrecido ya este lenguaje narrativo. Aunque todavía me queden infinitas formas que encontrarle ya no es novedoso para mí. Quizás no sea aburrimiento pero cierta incomodidad. Creo que ha tomado una entidad. Es una forma viviente y como tal busca subsistir. Su recurso soy yo. Podríamos decir que me consume. Me exige, con cierta autoridad, una dedicación. Siempre me ha costado tolerar la autoridad, sobretodo cuando convivo con ella. Aun así he decidido tolerarlo a mi lado y ver en qué se transforma. Además, puede que otros formatos literarios se apunten a la fiesta si ven que el ambiente es integrador. Luego está claro que este que ahora nos acompaña irá tomando su propio rumbo. Es ley de vida.
Esbozo esta idea en un remanso de paz que hayo mientras mis compañeros se van a dormir. Vuelvo a estar en el Pap-Sziget. Este mágico camping a las afueras de Budapest que tantos recuerdos me evoca. Hemos venido a desmontar el TO. Construir una casa que es un manifiesto que se quiere gritar para luego llevársela sin dejar rastro me parece un ejercicio de máxima austeridad. Muchos sentimientos felices florecen al reencontrar esta familia y este lugar. Tengo ganas de trazarlos con el lápiz pero prefiero esperar a que el tiempo los clarifique. La importancia de una vivencia parece dilucidarse al cabo de un tiempo. A veces más, a veces menos. Pensarlas y contarlas son a la vez una experiencia que se sucede al pasado y lo prolonga tomando otras formas. Los recuerdos son maleables.
Hace unos días me surgió contar un sueño que pocas veces había exteriorizado. Era una calurosa velada ateniense con tres nuevos conocidos. Miltos, un estudiante de ingeniería griego que conocí no hace mucho. Una persona curiosa y sensible. Le siento cercano. También había Clemence, un alemán dedicado a la historia. Es un tío culturizado y habla por los codos. Todo peculiaridades. Luego Lou, una chica del sur de Francia en la misma estocada que yo, la arquitectura. La conocí de casualidad en un concierto de jazz. De los tres es a quién menos conozco pero me gusta su aura.
Estábamos fumando y bebiendo en una inusitada placita del turístico barrio de la Plaka. Nos acompañaba un suave techno cortesía de los altavoces portátiles de Miltos. Hablábamos con afán de conocernos. No sé muy bien el contexto de la conversación pero sentí la necesidad de compartir este recuerdo. Lo empecé a describir como si lo estuviese viviendo y así decía:
Ando por algún lugar desconocido al aire libre. Concentrado en mi andar de repente siento como un paso opone cierta resistencia contra el aire y es capaz de deslizarme unos palmos antes de volver al suelo. Intentándolo con el otro pié logro enlazar un par o tres de pasos. Tras repetirlo por unos minutos me decido a subir lo más alto posible con dos zancadas y abocarme con todo el cuerpo. Al ser mucha más superficie de contacto con el aire logro deslizarme varios metros hasta aterrizar con manos y pies. Doy alguna vuelta de campana ya que la velocidad alcanzada no se proporciona con el torpe sistema de aterrizaje. Aun así, no tardo mucho en pescarle el truco y logro alcanzar alturas considerables sin lastimarme. No me muevo por impulsión, es una especie de planeamiento, así que utilizo calles en bajada y corrientes de aire para subir más y más. Finalmente llego a un punto en el que combinando velocidad y elevación puedo perder y ganar altura sin problema. Puedo volar.
Planeo por encima de terrados de edificios o bordeo las copas más altas de los árboles. Contemplo el paisaje y disfruto del viento en mi rostro. Me dejo caer al vacío y la velocidad que alcanzo me permite recuperar la altura. Si en algún momento acabo otra vez en el suelo, no tengo más que repetir los pasos y deslizarme dando grandes círculos ganando un poco de altura con cada uno hasta que recupero el punto adecuado. Así sigo horas y horas hasta que me despierto.
La historia no causó más sensación que cualquier otro anécdota aunque el hecho de compartir algo soñado llevó la conversación a un nivel más íntimo. Es curioso como los sueños no dejan de ser algo muy privado vivido en la soledad. La noche siguió su rumbo. Más tarde acabamos en una taberna de Rambétiko, una música tradicional parecida en espíritu a las habaneras catalanas. El lugar no era más que un local en planta baja con algunas mesas y sillas, y una barra. Había dos músicos en una esquina con una guitarra y un buzukis. Ellos y el público eran uno mismo. Unas veinte personas de diferentes edades coreaban las letras emotivamente mientras tomaban ouzo y fumaban. Lou pidió una jarra de vino tinto y nos sentamos en la esquina opuesta a observar en silencio.
El olor de tabaco impregnaba el aire sin recargarlo. Me recordó al antiguo local de castellers al que solia ir cuando tenia unos trece años. El ambiente era parecido. Un interior austero donde se arraiga una identidad colectiva. Pensé en qué tanto componía esta identidad el humo del tabaco, como se apropiaba hasta del olor del aire que respiramos y qué súbitamente desapareció con su prohibición. Fue un cambio brusco vehiculado por penalizaciones y manipulación mediática. Creo que se perdió algo en el camino que no fue el tabaco. Se perdió una esencia. Sencillamente se hizo patente hasta qué punto no dominamos ni siquiera nuestra cotidianidad.
Nos fuimos antes que acabara aunque ya era entrada la noche. Salí de ese lugar con una serenidad especial. Volver a sentir lo que sentí cuando tenia trece no fue algo banal. Había reencontrado en mí una sensibilidad que tuve de adolescente y que se marchó con la inocencia. Sé que esta nunca volverá por mucho que quiera mi nostalgia. Aun así, me conmueve que las emociones sí lo hagan.
Esbozo esta idea en un remanso de paz que hayo mientras mis compañeros se van a dormir. Vuelvo a estar en el Pap-Sziget. Este mágico camping a las afueras de Budapest que tantos recuerdos me evoca. Hemos venido a desmontar el TO. Construir una casa que es un manifiesto que se quiere gritar para luego llevársela sin dejar rastro me parece un ejercicio de máxima austeridad. Muchos sentimientos felices florecen al reencontrar esta familia y este lugar. Tengo ganas de trazarlos con el lápiz pero prefiero esperar a que el tiempo los clarifique. La importancia de una vivencia parece dilucidarse al cabo de un tiempo. A veces más, a veces menos. Pensarlas y contarlas son a la vez una experiencia que se sucede al pasado y lo prolonga tomando otras formas. Los recuerdos son maleables.
Hace unos días me surgió contar un sueño que pocas veces había exteriorizado. Era una calurosa velada ateniense con tres nuevos conocidos. Miltos, un estudiante de ingeniería griego que conocí no hace mucho. Una persona curiosa y sensible. Le siento cercano. También había Clemence, un alemán dedicado a la historia. Es un tío culturizado y habla por los codos. Todo peculiaridades. Luego Lou, una chica del sur de Francia en la misma estocada que yo, la arquitectura. La conocí de casualidad en un concierto de jazz. De los tres es a quién menos conozco pero me gusta su aura.
Estábamos fumando y bebiendo en una inusitada placita del turístico barrio de la Plaka. Nos acompañaba un suave techno cortesía de los altavoces portátiles de Miltos. Hablábamos con afán de conocernos. No sé muy bien el contexto de la conversación pero sentí la necesidad de compartir este recuerdo. Lo empecé a describir como si lo estuviese viviendo y así decía:
Ando por algún lugar desconocido al aire libre. Concentrado en mi andar de repente siento como un paso opone cierta resistencia contra el aire y es capaz de deslizarme unos palmos antes de volver al suelo. Intentándolo con el otro pié logro enlazar un par o tres de pasos. Tras repetirlo por unos minutos me decido a subir lo más alto posible con dos zancadas y abocarme con todo el cuerpo. Al ser mucha más superficie de contacto con el aire logro deslizarme varios metros hasta aterrizar con manos y pies. Doy alguna vuelta de campana ya que la velocidad alcanzada no se proporciona con el torpe sistema de aterrizaje. Aun así, no tardo mucho en pescarle el truco y logro alcanzar alturas considerables sin lastimarme. No me muevo por impulsión, es una especie de planeamiento, así que utilizo calles en bajada y corrientes de aire para subir más y más. Finalmente llego a un punto en el que combinando velocidad y elevación puedo perder y ganar altura sin problema. Puedo volar.
Planeo por encima de terrados de edificios o bordeo las copas más altas de los árboles. Contemplo el paisaje y disfruto del viento en mi rostro. Me dejo caer al vacío y la velocidad que alcanzo me permite recuperar la altura. Si en algún momento acabo otra vez en el suelo, no tengo más que repetir los pasos y deslizarme dando grandes círculos ganando un poco de altura con cada uno hasta que recupero el punto adecuado. Así sigo horas y horas hasta que me despierto.
La historia no causó más sensación que cualquier otro anécdota aunque el hecho de compartir algo soñado llevó la conversación a un nivel más íntimo. Es curioso como los sueños no dejan de ser algo muy privado vivido en la soledad. La noche siguió su rumbo. Más tarde acabamos en una taberna de Rambétiko, una música tradicional parecida en espíritu a las habaneras catalanas. El lugar no era más que un local en planta baja con algunas mesas y sillas, y una barra. Había dos músicos en una esquina con una guitarra y un buzukis. Ellos y el público eran uno mismo. Unas veinte personas de diferentes edades coreaban las letras emotivamente mientras tomaban ouzo y fumaban. Lou pidió una jarra de vino tinto y nos sentamos en la esquina opuesta a observar en silencio.
El olor de tabaco impregnaba el aire sin recargarlo. Me recordó al antiguo local de castellers al que solia ir cuando tenia unos trece años. El ambiente era parecido. Un interior austero donde se arraiga una identidad colectiva. Pensé en qué tanto componía esta identidad el humo del tabaco, como se apropiaba hasta del olor del aire que respiramos y qué súbitamente desapareció con su prohibición. Fue un cambio brusco vehiculado por penalizaciones y manipulación mediática. Creo que se perdió algo en el camino que no fue el tabaco. Se perdió una esencia. Sencillamente se hizo patente hasta qué punto no dominamos ni siquiera nuestra cotidianidad.
Nos fuimos antes que acabara aunque ya era entrada la noche. Salí de ese lugar con una serenidad especial. Volver a sentir lo que sentí cuando tenia trece no fue algo banal. Había reencontrado en mí una sensibilidad que tuve de adolescente y que se marchó con la inocencia. Sé que esta nunca volverá por mucho que quiera mi nostalgia. Aun así, me conmueve que las emociones sí lo hagan.
Cielo estival, Barcelona.
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