Brillar por dentro

Hoy me siento feliz y en paz. No por nada en especial. Distintas cadencias que hay en mi vida de erasmus han empezado a tener distinguidos tonos. Hará ya una semana, Miltos, mi buen amigo, me invitó a una clase de teatro que imparte con unos amigos. No se trata de diálogo sino de expresión corporal. Se hospeda en el campus universitario de Zografou, apartado de todo. Estábamos unos sesenta alumnos de distintas carreras embutidos dentro de una sala del campus. Todo autogestionado por los estudiantes. Eran todos griegos menos yo. Por ser corporal, la expresión, pude formar parte del acto. La clase fue un éxito. Me emocionó compartir ese espacio con gente local. Las birras de después, compartir impresiones y aprender alguna palabra del idioma. Ser uno más.

El día siguiente atendí una serie de conferencias enmarcadas en un congreso de ecología y anarquismo. Me interesaba en espacial una cuyo tópico era la cultura de resistencia. Allí conocí a Yavoc Tarinski. Era uno de los conferenciantes. Habló de las reciprocidades entre una visión de la ecología y la democracia directa. Entendía ambos como la implicación directa del individuo con la naturaleza en un caso o con la sociedad en el otro. Proponía así la figura del ciudadano activo; consciente de su entorno y apoderado. Le alcancé en el intermedio para agradecerle la exposición de sus ideas. Rápidamente rompió la barrera famoso - fan preguntándome por mí. Que qué hacia allí y demás. Nos caímos bien y me dio su teléfono para tomar un café y discutir un día de estos. Me estalló la cabeza de alegría. Quedé gratamente sorprendido de su proximidad y austeridad. Todavía tenemos que quedar.



***

Llevaba ya dos meses viviendo y trabajando en el pueblo cuando me crucé con Modou. No le veía des de hacia tiempo. Desapareció justo después de que me estafaran con ese djembé para turistas. Recién llegado encontré este grupo de músicos. Tocaban en la playa al atardecer. Empecé a frecuentarles curioseado por la música. Al cabo de unos días me dejaron empezar a tocar con ellos. Eran cuatro, dos guineanos y dos senegaleses, se intercambiaban los tambores en función de la canción. También tenían un xilófono.

Entusiasmado por formar parte de aquello le pedí a Keyta, con quien más había hablado, donde podía conseguir un djembé. Me contó que él sabia hacer las decoraciones de estos y que me podía conseguir uno decorado por él. Acordamos un precio y al cabo de unos días me lo entregó. Estuvimos esa tarde tocando delante del rio hasta que anocheció. Cargué mi nuevo instrumento en el hombro y fui a cenar a casa más contento que una perdiz. Estaba toda mi familia adoptiva lista para empezar a comer. Se sentaban en círculo alrededor de un gran plato del que todos comíamos. Tal cuál crucé la puerta del comedor uno de los hermanos me miró y me preguntó cuanto me había costado. Vacilé un momento pero terminé por decírselo. Me miró sorprendido y me insistió sobre el precio. Cuando reafirmé la cifra estalló a reír junto con toda la familia. El padre me explicó en privado que me habían estafado de mucho, pero que en Senegal las cosas cuestan lo que uno paga, así que no podía reclamar. La madre me prohibió comprar nada sin consultarle antes el precio. Hundido en la vergüenza escondí el djembé en mi habitación para no sacarlo nunca más. Al día siguiente fui donde solíamos tocar y, como era de esperar, nadie apareció. No supe si se habían repartido el dinero entre los cuatro o si sencillamente uno fue el cabrón y los demás huyeron del problema.

Semanas después, cuando me empezaba a parecer lejano todo lo sucedido y había olvidado las ganas de aprender música, apareció Modou. Nunca hablé con él cuando tocábamos juntos. Era un tipo grande, llevaba rastas cortas y gafas de sol, buen músico y algo tímido. Nos cruzamos por la calle y me interpeló por mi nombre. Me sorprendió que lo recordara. Después de algunas preguntas de cortesía atajó interesándose por si me había comprado un djembé. Le respondí que sí. Cuando le conté que no lo había usado desde entonces me ofreció ir a tocar a su casa esa misma tarde. No tenia nada que perder así que fui. Eramos él, uno de los otros músicos, amigo suyo, y yo. Tocamos hasta el anochecer. Cuando nos despedimos me convocó al día siguiente a la misma hora. Después de ese segundo día me comunicó que había decidido tomarme como aprendiz. Estuve yendo a su casa cada día durante un mes sin que nunca me pidiera nada a cambio. Al cabo de unos días me contó que lo sabia todo sobre mi historia con Keyta. Este estaba de paso con el cuarto músico. Dejaron el pueblo la noche misma que me vendieron el tambor. Él, dijo, nunca se involucró porque vive allí y la palabra es lo único que no se puede perder. Me quiso tomar como aprendiz porque yo respetaba y amaba la música. Esto era, para él, lo único que de verdad importa.

Antes de irme del país, incluso me ayudó a cambiar mi tambor de turista por uno profesional. Me enseñó mucho durante el tiempo que compartí con él. La postura corporal, las notas del djembé, los cinco ritmos básicos de la percusión senegalesa, los acompañamientos, segundas voces y más. Su música, aun así, no son solo aspectos técnicos. Al ser un conocimiento popular lleva intrínseca una cultura, una serie de valores basados, en este caso, en el respeto y la solidaridad. Aprendí a cuidar el tambor como si de una persona se tratara y a tocar en grupo como si fuéramos uno solo. Lo que parece nada más que una fina destreza es también una disciplina espiritual.

Los primeros días me hacía tocar ritmos muy básicos que marcaban el compás de la canción. Empezábamos juntos y de repente se ponían a improvisar o cantar. Entonces yo perdía el ritmo, parábamos y empezábamos de nuevo para que pasara lo mismo. En una de las pausas, me agarró suavemente el brazo y me dijo que yo era la base de la canción, que si me perdía se estropeaba todo. Que para mantener el tempo no debía escucharles a ellos, debía sentirlo dentro de mí y sacarlo del interior. Entonces oiría sus tonos resonar en mí y todo formaría parte de una misma cadencia. Nunca volví a descompasarme.

Cunado empecé a tener un poco de confianza con el djembé me gustaba improvisar tocando cualquier cosa entre canción y canción.

- No toques cualquier cosa. - me dijo un dia - La improvisación debe salir de un orden.


- ... - en silencio le escuché con atención.

- La excepción es porque su contexto no lo es. Para encontrarla debes tocar un ritmo básico, entrar en él y este mismo te la mostrará para que la sigas.

Este consejo tuvo para mí más trascendencia que en lo que se refiere a la música.



Luces y siluetas en una rave, Budapest.

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