C3 - Ellinikon


El proceso creativo de este capítulo empieza colandose en el aeropuerto abandonado de Eelinikon en Atenas en un dia lluvioso. Se tomaron fotografías mientras volaba la imaginación. Las imágenes se confrontan con el texto descriviendo una situación a 25 años vista. Con la disonáncia de este diálogo sordo entre realidad y potencialidad, una atmósfera se dibujada con la mente del lector.


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Septiembre de 2044, Atenas:

Me levanté con el sol en la cara. Parte de la gente con la que compartí la habitación ya se había ido. Estaba contento porque funcionaba el agua correinte. Me tomé mi tiempo para levantarme, ducharme y vestirme.

Sentí hambre. Había dos personas tomando desayuno en el patio y fui a gorronearles algo. Gratamente compartieron su comida. Era una pareja alemana que llevaba un año viajando. Me preguntaron si había venido a Atenas a trabajar o de turismo. No lo tenia muy claro así que respondí que ambos. Luego les pedí indicaciones para llegar al aeropuerto. Me contaron que habían estado allí una semana y que no me podía imaginar lo que me esperaba. Más tarde nos despedimos, agarré mi mochila y me fui para allá.



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Vi el aeropuerto por encima de un bullicio de vehículos y personas. Había coches, camiones y autocares de todo tipo. Algunos incluso iban con gasolina. A medida que me acercaba se me arrimaban los conductores exclamando el destino al que iban y ofreciendo un precio rebajado. Las ciudades iban desde lo más común hasta unas que ni me podía imaginar: Atenas centro, el puerto del Pireo, Lamia, Tesalónica, Istambul, Sarajevo, Bucarest, Roma, Budapest, Berlín y más capitales.

Pasé con dificultad entre este cinturón de asteroides con ruedas para penetrar un tupido mercadillo. Hospedados alrededor de la pérgola de entrada, vendedores ambulantes ofrecían todo tipo género. Estaban distribuidos espacialmente por temas: utensilios de cocina, tabaco, ropa, libros, muebles, teléfonos y bicicletas entre otros. Lo único que no había era comida, a parte de cacahuetes y pipas. Le compré un paquete de Camel de los antiguos a uno de ellos. La sonrisa del vendedor me dejó pensando que podría haber regateado más, pero poco me duró esa sensación.


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Fue cruzar la puerta de entrada y ver a cientos de personas amontonadas en el interior. Se distinguían discursos vehementes entre un rumor ensordecedor. La gente estaba distribuida en círculos de todos los tamaños. Me sorprendió que todos llevaban una mochila, parecía una universidad en huelga. Debatían sobre todo tipo de temas. Algunos eran tan abarrotados que no se podía ni ver quien hablaba. Otros eran sencillamente dos personas discutiendo. Del techo colgaban grandes pancartas con los temas que se estaban tratando. La gente utilizaba unas pértigas para colgarlas y descolgarlas. He de reconocer que había palabras que ni siquiera conocía. Según donde mirabas había tantas pancartas que llegaban a tapar la vista.

Me acerqué a una cuyo lema era “Estrategias culturales del fascismo.” Había mucha gente y tuve que abrirme paso para ver qué decían. Mientras me acercaba oí un seseo que no ose creer, pero mis ojos me confirmaron la sospecha. El mismísimo Slavoj Zizek, a sus 95 años de edad, seguía argumentando como una metralleta. Había oído que se  retiró al aeropuerto pero no tenia ni idea de que seguía activo. Defendia que había que hacer una organización internacional para combatir las estructuras de poder ecofascistas. En su contra argumentaba una joven diciendo que el movimiento ya se estaba internacionalizando sin necesidad de una superestructura, que el cambio desde la base era real.



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A medida que me acercaba a la salida a las pistas del aeropuerto, o la entrada de la ciudad, los temas de las pancartas eran menos abstractos. Algunos incluso tenían nombres propios como “Proyecto mandarina.” En este estaban debatiendo sobre la viabilidad de plantar mandarinos en una cierta zona del campo. Me sorprendió que el clima de estos debates era mucho más relajado, no se intentaban persuadir entre ellos. Exponían tranquilamente la problemática y afinaban los conceptos sin alzar la voz.

Más tarde supe que estas reuniones son para preparar la asamblea general. Esta se celebra cuando hay luna llena. Así, si se alarga hasta la noche, sigue habiendo luz para verse. En el momento no lo sabia, pero el dia que llegúe era luna llena.



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Empezaron a sonar unas campanadas. Me acerqué al cristal y vi, a lo alto de una torre, una persona agitándola con energía el badajo de una campana como las de las iglesias. Se empezaron a disgregar los grupos de debate. Acababan de cerrar los últimos argumentos mientras se iba levantando la gente paulatinamente. Me quedé observando las personas que pasaban. Al cabo de unos minutos disminuyó el flujo y volví hacia atrás. El aeropuerto estaba casi vacío. No quedaba ni un vendedor ambulante en el exterior y los últimos autobuses estaban acabando de subir equipajes al capó.

Mientras andaba por la sala principal vi a Zizek. Estaba sentado frente a un cristal mirando hacia el horizonte. Me acerqué a él para decirle que era un gran fan. Me miró con desprecio y me dijo que todos los jóvenes con el pelo largo como yo somos iguales. Le contesté que todos los viejos como él son igual de gruñones. Soltó una carcajada y me dio una palmada en el hombro. Me preguntó que de donde venia “and so on.” Me dio la bienvenida y me dijo que podía ir a verle cuando quisiera. Me contó que él no salia del aeropuerto desde hacía años, que eso de compartirlo todo no era su estilo, aunque tampoco podía soportar el mundo exterior. Quise empezar a filosofar pero me frenó alegando que estaba cansado. Me señaló la torre de la campana y me dijo que subiese arriba.



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Antes de despedirnos me dijo que si quería salir allí fuera mejor leyese las leyes de la ciudad. Me dio un papel y me deseó buena suerte. Era una especie de panfleto escrito a mano. La lista se titulaba “Verdades acordadas Hacia el Creativismo” y contenía cinco puntos:
  1. Todo ser humano, independiente de su origen, género o edad es libre.
  2. Todo ser humano, independiente de su origen, género o edad tiene derecho a voz y voto en la asamblea general.
  3. Todo es de todos. Solo se puede poseer lo que cabe en una mochila o lo que se está utilizando.
  4. Nada puede ser intercambiado entre personas, los recursos se cogen y se devuelven a lo común.
  5. Las actividades principales son crear y amar, los debates políticos se limitan a la asamblea y los debates filosóficas al aeropuerto.
Al final terminaba con un “Bienvenido creador.” Entendí entonces porqué todo el mundo llevaba mochila. Doblé el papel en cuatro y lo guardé en la cartera.


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Nadie me detuvo al intentar subir a la torre. Tenia dos salas circulares superpuestas. La primera estaba vacía y en la segunda me encontré a un grupo de 5 personas jugando a cartas y bebiendo. Me invitaron a participar, pero les dije que quería subir a la azotea, donde había la campana. Asintieron con un gesto amable y me mostraron una escalera auxiliar que conducía hasta arriba. Cuando llegué no podía creer lo que veían mis ojos. Miles de personas se habían reunido en la plaza a la salida del aeropuerto formando un semicírculo. Un silencio sepulcral otorgaba la palabra al orador, situado en medio. De repente, se oían rumores cuando este afirmaba según qué cosas. Después del discurso, la gente se subdividía en grupos pequeños para debatir e iban aglomerando opiniones hasta que ágilmente llegaron a un consenso. Una vez formulada la decisión, el orador se fué para que el siguiente expusiera otro tema.

Mirando hacia el lado opuesto, había una amalgama de construcciones rústicas. Los tejados formaban una superficie heterogénea pero continua por donde todavía andaba gente. Algunos en dirección a la plaza y otros no. Las casas se acababan donde se alzaba un bosque. Por encima de este se veía el mar. Encendí un cigarrillo y me dediqué a contemplar aquel bello paisaje.


Mirando hacia poniente, a lo lejos, había un rascacielos a medias. Conté veinticuatro pisos recubiertos de cristal, luego seguían siete pisos recubiertos de ladrillo y los últimos tres tenían la estructura al aire. Había algunas plantas con luz y se podían ver siluetas en su interior.



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Un rato más tarde me hallaba andando por los terrados. Sobresalían chimeneas de todo tipo. En algúnos lugares crecían los edificios generando callejuelas y llegaba a ser un poco laberíntico. Separados por algunos metros encontraba grandes patios rodeados por porches. Cada uno tenia una forma diferente: cuadrado, redondo, triangular, fusiforme... Había de todo. Algunos estaban ajardinados y otros eran más salvajes.

Quedé perplejo al ver un grupo de cinco adolescentes ¡Iban totalmente desnudos! Solamente uno de ellos llevaba una mochila. Debían tener entre once y quince años. Llevaban un paso ligero aunque iban saltando y jugando. Parecían totalmente desprendidos de preopucpación alguna. Al cruzarnos me miraron y me saludaron simpáticamente. - ¡Geia sou dimiourgiká! - dijeron. Les miré con cara rara porque no entendí lo que decían. Frenaron de golpe y cambiaron rápidamente al inglés para saludarme. Se me acercaron y de manera natural empezamos a jugar. Una de ellas se me arrimó a la espalda y me escaló ágilmente hasta sentarse en mis hombros. Abrazó mi cara y apoyabó su varbilla en mi cabeza. Me contó que allí la gente se saluda diciendo “Hola creativo.” Luego empezaron a disparar preguntas, lo querían saber todo sobre mí. Cuando les dije lo que estudiaba me miraron con desconfianza. La chica en mis espaldas me preguntó si quería ser arquitecto o post-arquitecto. Alegraron la cara cuando reafirmé la segunda opción. - Los arquitectos tienen mala reputación aquí - me dijo.


Les pregunté si no iban a la escuela. Me contaron que escaparon de un internado hace cuatro años y desde entonces viven allí. Guardaron silencio cuando me interesé por sus familias. De todos modos, tras un par de segundos cortaron la tensión invitándome a ir con ellos a los campos.



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Mientras andábamos me hacían preguntas sobre construcción. Querían saber hasta el último detalle técnico. En algún momento incluso tuve que sacar mi cuaderno para clarificar la explicación con un boceto. Justificaban su insistencia diciendo que así es como se aprende allí y se guardaron los dibujos. Me contaron que tenían el proyecto de construir un claustro y querían utilizar bigas de hormigón como en el aeropuerto. Se decepcionaron cuando les dije la cantidad de acero que se necesita.

Aprovechando que ya teníamos un poco de confianza me interesé en el motivo de no llevar ropa. Me sorprendió que no tuvieran ningún manifesto. Un día se bañaron desnudos en la playa y se sintieron tan cómodos que decidieron ir así siempre que el tiempo lo permitiera. Nunca nadie se lo reprochó. Si tenían frio iban a cualquier ropero y escogían la tenida que más les gustara. Los roperos se ve que son salas llenas de ropa limpia para quien la quiera. Me contaron que crear tu estilo cada mañana era todo un tema allí.

Acabó la amalgama de construcciones y apareció un seguido de estancos. Me explicaron que allí se fitodepuraba el agua que utilizan para lavarse. Se rieron de mí cuando les pregunté por las aguas negras. - ¡Váter seco! - contestó uno sarcásticamente. Había peces y ranas en el agua. Detrás de los estancos cresía un tupido bosque. Me contaron que la madera se utilizaba para construir o para cocinar. 
El bosque lo cruzaban senderos acompañados de acequias y al salir de este se extendían diferentes cultivos hasta llegar al mar. Hacia el final había construcciones de principios del siglo, que quedaban rodeadas por campos. Encogieron los hombros cuando les pregunté qué había pasado con la gente que vivía allí originariamente. Qué iban a saber, si cuando se ocupó el aeropuerto ellos ni siquiera habían nacido.


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Andamos hasta llegar a un campo donde había más gente. Iban a ayudar a arar un terreno. La gente de allí me enseñó como agarrar la pala para no lastimarme. Al cabo de unas horas tenía ampollas en las manos y tuve que parar. Me acostumbraría en una semana si iba a allí cada día, dijeron. En ese momento ya no era útil así que me despedí. Los chavales me aseguraron que nos volveriamos a cruzar por los terrados. 

Volví lentamente hacia la plaza central dando una vuelta larga para observar la naturaleza. Había pájaros de todo tipo posados en los árboles. Volaban en bandada de una copa a la otra al dar yo una palmada. Me sorprendió no ver vacas u obejas pululando. Pensé que serian todos veganos.

Descubrí que en cierto punto acababa el bosque de pinos para dar paso a un olivar. Los olivos eran pequeños pero daban algo de sombra. Estaba cansado así que me tumbé bajo uno de ellos y me quedé dormido.


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Me despertó el estómago. Empezaba a anochecer. El cielo era crepuscular. Miré en mi mochila pero no encontré nada más que una manzana. Pensé que si había comida seria donde vive la gente. Me encaramé de nuevo en los terrados y me maravilló la escena. Decenas de chimeneas humeaban deliciosos aromas. Ante tal abundancia mi paladar se puso selecto. Empecé a derivar de aroma en aroma hasta que me capturó una fragancia de curry y me acerqué hasta su origen. La chimenea humeante salía del lado de un patio. Allí podía ver personas comiendo y conversando tranquilamente, pero no sabía si podía bajar o no. La duda me la resolvió una mujer que me vio la cara de famélico.

- ¡Eh tú, sí tú! ¿Qué haces allí parado? Ven a comer con nosotros.



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